La espectacularidad plástica de los miles de personas reunidas en las plazas la pasada primavera, el subsiguiente activismo desenfrenado de una porción de las personas que participamos en aquello autoafirmando su novedad radical, pueden despistar de lo que significó y significa el 15M.
El movimiento 15M fue una vía de expresión – a falta de otras, después de la renuncia sindical a jugar ese papel en enero de 2011– de respuesta ante la política de austeridad, el recorte de derechos y la voladura de los frutos del pacto social fraguado en la posguerra mundial y adecuado durante el proceso de la transición. Fue también una catarsis colectiva y un proceso de politización social acelerado; todavía lo es.
La manifestación del 15M y la toma de plazas fue un catalizador. Entorno a 10 millones de personas participaron de una u otra manera en ese proceso y una amplia mayoría social mostró simpatía por el movimiento que emergía.
A un año de su emergencia, el movimiento de movilización social es un proceso vivo, que muta y se desarrolla, que ha generado multitud de grupos de activistas, iniciativas, propuestas, asambleas de barrio, que ha incorporado a miles de personas a la vida política activa.
Es un proceso de movilización social arraigado en la experiencia cotidiana, que hace temblar las bases de todo lo establecido y que abre nuevos escenarios. Desde la Huelga General del 29M, que fue una huelga social, donde participaron los movimientos de precarias, barriales y vecinales, hasta el movimiento del #novullpagar en los peajes: una corriente de fondo, un nuevo ambiente político recorre los cimientos de la sociedad.
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